Narrativa
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Leyendas de Toledo

5 de marzo. Apenas eran las doce de la mañana. Había salido a dar un paseo junto a mi señor, don Sancho de Córdoba. Fue una idea mía salir pronto y caminar después del enorme banquete de ayer por la noche. Le aconsejé que debería bajar algo de peso ya que estaba engordando y había roto algunas prendas.
-Que mejor manera de rebajar la comida que caminando Don Sancho-Le dije.
Don Sancho se ciñó a mi consejo, algo ofendido, pero se le pasó cuando comenzamos el paseo. Aunque solo era el consejero general de finanzas de su majestad, confiaba mucho en mí y siempre me formulaba preguntas que afectarían a su futuro como noble.
-Me gustaría casarme, ¿Con quién me debería casar Vitores?-Me preguntó mientras caminábamos. La brisa y el fresco de la ciudad de Toledo seguían nuestros pasos. El viento movía las hojas que empezaban a salir de nuevo de los árboles y algunos pájaros cantaban a la luz del sol que, después de un largo y duro invierno, echaban de menos.
-Debería usted casarse con doña Fernanda-Le sonreí. Su majestad era un poco pazguato y muchas veces le contestaba algún alelamiento.
-¡Será una broma!
Por la tarde me hallaba sentado en un sillón del comedor, con la mente vacía. Había un silencio profundo. El silencio fué interrumpido cuando llegó un hombre, mayor, muy repeinado y bien vestido. Este preguntó por su majestad:
-Don Sancho no se encuentra disponible en estos momentos-Contesté-Pero soy su auditor.
Este no pronunció ni una palabra más. Me miró de arriba a abajo, desconfiado. Después apartó la mirada y me entregó una carta, con un gesto de superioridad y con los párpados caídos añadió;
-Es una invitación de la Infanta Catalina de Austria, duquesa de Saboya. Desearía la presencia de su majestad esta noche en la fiesta que va ha dar en la catedral de Santa María. Es una enorme fiesta, muy elegante, un gran festín. Doña Catalina ha seleccionado uno por uno sus invitados, esperamos ver a don Sancho allí…

Después de su honorable discurso el hombre se marchó, andando firmemente hasta montarse en su carruaje, satisfecho. El carruaje siguió recto, hasta perderse de vista. Unas horas antes de la fiesta me encontraba en mi despacho. Estaba haciendo algunas cuentas semanales cuando entró don Sancho a la habitación en un estado de nerviosismo disparatado. Me comentó que esta podría ser una buena oportunidad para encontrar una doncella y me suplicó que le acompañara a la fiesta. No podía negarme, la duquesa tenía fama de dar las mejores fiestas del reino. Así que me arropé con la mejor vestimenta que
encontré y la adorné con una capa. Una capa larga, roja, de terciopelo, con bordes dorados. Una capa familiar, que había pasado de generación en generación, hasta llegar a mis manos. ¡Por nada en este mundo le dejaría esta capa a nadie! Ni tan siquiera a una dama. Cuando estuvimos listos, Don Sáncho y yo nos subimos al carruaje y marchamos a la fiesta, ambos sin mutar una palabra. Había luna llena y guiaba a los caballos. Estaba algo nervioso y preocupado, pues tenía un mal presentimiento.

Una vez en la fiesta se me olvidaron mis preocupaciones. La catedral estaba preciosa, iluminada con velas blancas, millones. Tan iluminada que parecía ser de día. Había mucha gente. Un montón de nobles y burgueses. Perdí a don Sancho de vista nada más llegar a la fiesta. Estuve unos minutos buscándole pero me entretuve hablando con un caballero portugués que aseguraba haberme visto alguna vez por Portugal. Después hablé con un grupo de auditores catalanes que me resultaron algo desagradables. También hablé con un burgués algo ebrio, pero dejé de preocuparme por hablar con el resto de invitados cuando, a media noche, mis ojos vieron pasar a una hermosa joven que se camuflaba entre la concurrencia. Era una dama muy peculiar y muy hermosa. No recuerdo muy bien su vestimenta, pero ella era sumamente pálida. Su pelo era dorado, largo, algo despeinado pero parecía que en algún momento en el pasado hubiese estado recogido en un moño con una orquídea o algo así.
Me acerqué a ella y, mientras resonaban de fondo las campanadas en el reloj del monasterio de Santo Domingo el Real, me acerqué a ella y la invité a acompañarme en el baile que en ese momento comenzaba.
Durante el baile le hice algunas preguntas, como que hacía semejante doncella por allí, de que familia procedía, si conocía a la Infanta, si había venido acompañada de algún caballero. Pero a todas mis preguntas solamente se reía o sonreía, miraba hacia otro lado o me hacía algún gesto de burla. No podía comprenderlo pero su presencia era tan agradable que sus malos modales me hacían sentirme inexplicablemente cómodo. Además era tan ligera que daba la sensación de que la dama no estaba pisando la maravillosa alfombra roja
que adornaba la catedral.
Una vez terminó el baile la joven tomó mi brazo y me guió hacia el patio exterior de la catedral. Comenzó a tararear la misma canción que hace unos minutos habíamos estado bailando. Durante este último baile entré en un estado parecido al trance, admirando su belleza que por algún motivo en particular me había atraído tanto. Estabamos bailando a la misma vez que rodeando una bonita fuente hecha de un mineral blanco que daba una
sensación de frío a la vez que nos acompañaba al fondo la enorme luna llena. Había oído hablar de algunas leyendas sobre cantos de sirena pero os puedo asegurar que ninguno era como su voz, una voz dulce, que envolvía mis oídos y que me daba la impresión de que obligaban a mi cuerpo y a mi corazón a seguir el ritmo de su baile. Estoy casi seguro de que no era yo quien manejaba mis pasos, si no su canto.
Cuando paramos de bailar comenzó a hacer más frío. Vi como la chica hacía un gesto parecido al de tiritar, entonces me fijé en su generoso escote y sin pensárlo dos veces le presté mi capa. Hizo entonces un gesto de agradecimiento y seguidamente se arropó con ella. Seguidamente me ofreció su mano y yo la besé. Al incorporarme de nuevo pude fijarme en un dato que me dejó completamente impactado y que me revolvió el estómago; sus ojos
no tenían brillo. La luna iluminaba su rostro pero en ningún momento se reflejó en los ojos de la dama.
La mujer, sin soltarme la mano y con un rostro serio preguntó;
-¿Sería usted tan amable de acompañarme a casa?
¡Fue la primera vez que escuche su verdadera voz en toda la noche! Era algo arisca, pero muy agradable.
-Por su puesto, me llamo Vitores- Respondí. Ella se volvió a reír pero no me dijo su nombre.
Simplemente caminamos hasta un callejón oscuro, escondido, donde dejó de iluminar la luna y no se escuchaba ni un ruido.
Cuando llegamos al callejón se giró hacia mí y me dijo;
-Vitores, por favor, no de un paso más en mi compañía-Paro y respiró profundamente.

-¿Porqué…-Me interrumpió:
-Pues de seguir a mi lado me haría una grave ofensa. Mañana podrás enviar a un criado a recoger su capa a la calle de Aljibes, en la casa de la Condesa de Orsino-Se acercó a mí y me dió un beso en la mejilla izquierda. Pude notar mi rojez facial apareciendo, al contrario que ella, que seguía más pálida que la misma luna. Después siguió su camino por el callejón oscuro. Pretendía seguirla, pero reaccioné tarde y cuando me dispuse a hacerlo se había desvanecido en la oscuridad.
Durante la noche me fué imposible dormir. No paraba de pensar en la intrigante y fría belleza de la joven. Pero sobre todo, de sus ojos sin brillo. Eran tan extraños. Parecían de
otro mundo. Yo no sabía nada de la dama, sin embargo, daba la impresión de que esos ojos lo habían adivinado todo sobre mí. Estaba deseando que terminara la noche y a la mañana siguiente ir a su casa y besarla como se merece.
A la mañana siguiente no me hizo falta despertarme. Estaba tan nervioso por ir a la casa de la joven que le pedí a Sancho que me acompañara. Durante el camino hacia la casa de la Condesa de Orsino, le fui contando a su alteza todo lo ocurrido. Aunque mi señor se encontraba un poco en mal estado de la fiesta.
Llegamos a la casa y llamé a la puesta, con esperanzas de encontrarme a la joven. En cambió no fue ella quien apareció, si no una mujer mayor, fea y desgarbada, vestida de luto con una expresión de sufrimiento y traición;
-¿Que quieren?-Preguntó con una tonalidad fuera de lugar.
Le describí a la señora la joven con la que había bailado toda la noche a lo que está me respondió lo menos esperaba en el mundo;
-Habrá sido obra de una broma de mal gusto hijo. La joven a la que describe hace casi dos meses que murió.
-¿Pero acaso la conoce?-Respondí, ofendido.
-Claro que la conozco, ¡Era mi hija!
En ese momento me dió un vuelco al corazón, lleno de rabia aparté a la señora de la puerta y entré en la casa. Me fijé en un enorme cuadro dentro de esta.
-¡Esta es la joven a la que yo acompañé anoche!-Exclamé señalando el cuadro-¡El mismo pelo, los mismos ojos, los mismos labios, su anillo..!
-Caballero, de nuevo ofendeis mi casa…Ya os dije que hace tiempo falleció. Ahora largo de aquí, y espero que no haya sido una broma de mal gusto…
Cuando volví a casa, después de haber hecho el ridículo de esa forma, pensé que podría haber sido un sueño, un producto de mi imaginación. Pero entonces llamó a la puesta un hombre que llevaba en la mano una capa roja. ¡Mi capa roja! El hombre reconoció que yo era el dueño por las armas del broche que portaba…
-¿Dónde la hallaste?-Le pregunté, confuso.
-En el Campo Santo, junto a la tumba de la Condesita de Orsino.

Lucía Rojo. 4ºESO

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